Pintado en la pared

Hoja suelta de opinión del profesor Gilberto Loaiza Cano. Licenciado en Filología, Master en Historia y Doctor en Sociología. Profesor titular del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Premio Ciencias Sociales y Humanas, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2012. Línea de investigación: Historia intelectual de Colombia.

jueves, 2 de mayo de 2024

Pintado en la Pared No. 312

 

Aimé Césaire

Discours sur le colonialisme (1950)

Una de las consecuencias inmediatas de la segunda guerra mundial fue el despertar de los movimientos anti-colonialistas en el mundo. Al lado de eso, ascendió vigorosamente un discurso de reivindicación de la diversidad étnica. A partir del decenio 1950 comenzó a cambiar violentamente el mapa del mundo, muchos países le apostaron a una lucha por la independencia de los antiguos imperios occidentales que estaban acostumbrados al saqueo de territorios en Asia, África y América. Los fundamentos del colonialismo europeo estaban derrumbándose. No sólo estaba cambiando la geografía política en el mundo, estaban cambiando los puntos de referencia de las ciencias humanas. Precisamente, en 1950, una comisión de científicos liderada por Claude Lévi-Strauss publica un informe presentado a la UNESCO acerca de la cuestión racial. El punto de vista del antropólogo francés provocó ardorosas discusiones entre colegas y preparó rupturas que definieron el derrotero de las ciencias humanas y sociales de la segunda mitad del siglo XX y las repercusiones de esa revaluación de las viejas perspectivas nos llegan hasta hoy. El estatus en apariencia inamovible de los centros de pensamiento europeo estaba siendo cuestionado, como también fueron relativizados los principios racistas de jerarquización entre dominantes y dominados, entre ricos y pobres, entre desarrollados y subdesarrollados, entre la superioridad blanca y la inferioridad de negros, amarillos, indígenas y mestizos. Entre el colonizador civilizado y el colonizado salvaje. Todo eso fue desbaratado, al menos en el discurso.

Así es, en medio de esa efervescencia revaluadora nació el discurso vibrante sobre el colonialismo pronunciado por el martiniqueño Aimé Césaire. Su escrito es un minucioso ajuste de cuentas con lo que él llamó el “pseudo-humanismo europeo” que justificó los saqueos, matanzas y negocios en nombre de una supuesta civilización superior, la del blanco cristiano. Césaire, desde el inicio, se preocupa por presentarle a la Europa colonizadora un doble problema, el de la explotación del proletariado y el del saqueo colonial, junta los conflictos de clase y raza como síntesis de lo que Europa ya no es capaz de resolver.

Para el intelectual antillano, varios oficiantes de las ciencias humanas, entre ellos muchos franceses, se convirtieron en los “perros guardianes del colonialismo”; su examen crítico incluye a filósofos, historiadores, geógrafos, teólogos, arqueólogos, antropólogos, psicólogos. Todos ellos han reproducido en diversas modulaciones la hipocresía que precedió al nazismo; desde Ernest Renan hasta Roger Caillois, es decir, desde las discusiones acerca de la formación nacional, en el siglo XIX, hasta los debates antropológicos de mediados del siglo XX, Aimé Césaire detectó un prolongado discurso colonialista que inventó la superioridad del cristianismo, de la civilización blanca europea.

Para Césaire, el imperialismo europeo había destruido sociedades comunitarias, fraternas, “ante y anti-capitalistas”, democráticas, e impuso fatalmente la barbarie, el genocidio. Sin embargo, en ese ritmo arrasador de las colonizaciones, el autor añade un matiz, el colonizador europeo con su brutal violencia sobre los pueblos que dominaba también se “des-civilizó”, fue volviéndose bestia, se fue degradando. Por eso es que el escritor martiniqueño advierte acerca de la hipocresía del pensamiento “humanista europeo” que condenaba a Hitler; dice Césaire que Europa venía cometiendo desde mucho antes los crímenes que sólo vino a repudiar con la segunda guerra mundial y los repudió porque, en esa ocasión, las víctimas eran blancas. Pero mientras los cometieron contra los pueblos de otros confines de la Tierra, los intelectuales europeos no se indignaron. Europa, antes de la aparición de Hitler y el horror nazi, ya era una experimentada violadora de los derechos humanos

El Discurso sobre el colonialismo de Aimé Césaire no puede leerse aislado de una intensa conversación que hubo antes, durante y después de esa obra. Ya mencionamos la aparición del libro de Lévi-Strauss. En 1948, Leopold Sedar Senghor publicó una antología de la poesía negra francesa con un célebre prólogo de Jean-Paul Sartre; ese mismo año, el tunecino Albert Memmi publicó Portrait du colonisé; en 1952, el discípulo de Césaire, Frantz Fanon, escribe su ensayo psicoanalítico en que examina las relaciones entre negros y blancos, Peau noire, masques blancs. En 1955, el sociólogo norteamericano, Franklin Frazier, publica un estudio de los negros de clase media norteamericana y de su afán por ser aceptados en el mundo asociativo de los blancos, Black Bourgeoisie. En definitiva, la intelectualidad negra y el pensamiento anti-colonial experimentaban un intenso auge en aquel tiempo.

domingo, 14 de abril de 2024

Pintado en la Pared No. 311

El olvidado José Vasconcelos

Presumo que José Vasconcelos es un escritor olvidado o, por lo menos, descuidado. Las ciencias humanas mexicanas no han dicho mucho en los últimos decenios acerca del autor de La raza cósmica. Un indicio de ese descuido es que hoy no contamos con una compilación cuidadosa de las obras completas del escritor y político mexicano. Sus Obras completas datan de 1957, en una edición limitada que no llegó a las bibliotecas del continente. Hoy no se le ocurre a nadie, ni siquiera al Fondo de Cultura Económica, preparar una edición crítica de sus escritos. Tampoco se sabe mucho, por no decir que no sabemos casi nada del legado de su biblioteca personal. 

Otro indicio ostensible de olvido o descuido es que la bibliografía mexicana sobre Vasconcelos es pobre y mediocre. Hay poco y lo poco no es convincente. Por lo menos eso puedo asegurar en torno al examen de su ensayo de 1925, La raza cósmica. Un par de tesis doctorales recientes pasan rápido, demasiado rápido, por su ensayística del decenio 1920. El único ensayo que se salva es el del profesor Guillermo Zermeño que le concede a José Vasconcelos una gran capacidad de difusión del concepto de mestizaje.

Quizás la mejor excusa o explicación es que Vasconcelos es un autor muy complejo; admitamos que la vida y la obra del escritor nacido en Oaxaca no es fácil de abordar por varias razones. En la trayectoria biográfica de Vasconcelos es difícil discernir entre un intelectual y un político; él fue lo uno y lo otro. Ocupó varios cargos públicos, quiso ser presidente del país, lideró transformaciones institucionales muy importantes en la educación. Los reveses políticos lo obligaron a exiliarse en varias ocasiones y la escritura fue, en esas situaciones, una especie de refugio. Total, osciló entre la acción y el pensamiento. Y, al parecer, ni lo uno ni lo otro lo vivió a plenitud. Por eso, posiblemente, su pensamiento no cumpla con el rigor que le reclamamos a un filósofo o a un sociólogo o a un historiador.

Sin embargo, sospecho que estamos pidiéndole a Vasconcelos que satisfaga una anacronía. Le estamos pidiendo lo que no podía ser. Él es de esos intelectuales forjados en la vida pública, en la conversación cotidiana de los periódicos, en lecturas apresuradas y desordenadas con tal de darle un urgente sustento a algún proyecto político. Así se educó filosóficamente, buscando en Pitágoras, en Bergson, en Kant, en Nietzsche, en Ortega y Gasset, en Uexkull una utopía movilizadora.

Para un académico cuadriculado de nuestro tiempo, un intelectual como Vasconcelos no puede ser tomado en serio. Ese es nuestro error. Si leyéramos la obra de Vasconcelos como el vestigio, como el síntoma de una época de la cultura intelectual, podríamos entender su vocación auto-didacta, su propensión ecléctica, su deseo de inventar y aplicar una teoría del mestizaje. Muchos intelectuales de la primera mitad del siglo XX latinoamericano quisieron hacer diagnóstico de su tiempo y enunciaron proyectos de solución a lo que llamaron crisis o decadencia o degeneración. Unos mejor que otros lograron plasmar eso que alguien llamó “la inquietud de nuestra época”. La década de 1920 fue efusiva de esa sensibilidad que arrastró a muchos intelectuales a ser individuos con vocación de hablar y actuar en público.

Hace mucha falta leer detenidamente la obra de Vasconcelos y tantos otros intelectuales que nos obligan a cruzar las fronteras disciplinares. Si los estudiáramos como vestigios documentales y no como obras filosóficamente coherentes, hallaríamos muchas explicaciones acerca de las relaciones entre el mundo intelectual y el mundo político, acerca de la vida relacional de la gente letrada, acerca de los diálogos entre autores y obras hasta producir esos libros raros, aparentemente incomprensibles y hasta innecesarios en nuestras bibliotecas latinoamericanas como La raza cósmica o Indología.


viernes, 29 de marzo de 2024

Pintado en la Pared No. 310

 

El “nuevo” intelectual según Rodó

 

José Enrique Rodó (1871-1917) nació en un pequeño país, Uruguay, que entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX logró adelantos que lo volvieron paradigma en el ámbito latinoamericano. Rodó es hijo de una rápida modernización política y cultural que hizo posible, en el limen de dos siglos, un sistema educativo laico, los códigos civil y penal, el ferrocarril, el telégrafo. En 1885 había adoptado el matrimonio civil, en 1907 había una ley sobre el divorcio. Hubo en ese lapso la eclosión de una liberadora poesía femenina con María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini. También la filosofía recorría terrenos firmes con Julio Herrera y Reissig y Carlos Vaz Ferreira.

Ariel fue publicado en 1900, en pleno cambio de siglo. Repleto de símbolos, escrito en un estilo clásico que quiere acentuar el tono didáctico del maestro que habla a sus discípulos. La perspectiva generacional es, desde las primeras líneas, la mejor muestra de la motivación moral del libro. El maestro le pide a la juventud que con su pensamiento y su acción asuma el liderazgo en el destino de América latina.

La guía moral que pretende inculcar Ariel parte de advertir las perversiones del “espíritu de especialización”, de la “cultura unilateral”. Para superar el utilitarismo dominante del siglo que fenecía, Rodó proclamó las virtudes de la universalidad clásica, de la libertad de pensamiento, de la libertad creadora en el arte.  Su ideal de armonía era la conjunción, en clave cristiana, de lo bueno y lo bello, “la ley moral como una estética de la conducta”; “distinguir lo bueno y lo verdadero” hacía parte de la tarea de formar en el buen gusto.

Rodó parecía proponer la formación de una élite cultural poseedora de los cánones de lo bueno y lo bello, capacitada por el conocimiento y por su superioridad moral para guiar las multitudes urbanas que comenzaban a crecer en las urbes latinoamericanas. Siguiendo a Ernest Renan, un autor cuya lectura fue recurrente en la intelectualidad hispanoamericana en la transición hacia el siglo XX, el escritor uruguayo temía las consecuencias de la democratización, eso significaba muchedumbre, vulgaridad, barbarie. Argentina, Uruguay y Chile, particularmente, ya experimentaban la avanzada de la migración europea y esa “multitud cosmopolita” le hacía temer a nuestro autor “los peligros de la degeneración democrática”. No era extraño, en un escritor que nació en el último cuarto del siglo XIX, el uso casi médico de la palabra degeneración y de su opuesta: regeneración Como en los tiempos ilustrados del siglo XVIII, ante la perversión masificadora se alzaba la capacidad selectiva de la razón, el cultivo del mérito para ayudar a seleccionar, por la vía de la educación, a los mejores, a los más capacitados para asumir tareas de gobierno. A eso lo llamaba Rodó “la superioridad de los mejores”. Una aristocracia de la inteligencia que distinguía a una élite intelectual destinada a guiar las sociedades.

Pero el principal temor de Rodó no provenía de la migración europea, la derrota española de 1898 y el consecuente ascenso de Estados Unidos de América le hizo temer algo peor. El continente americano corría el riesgo de ser devorado por la “nordomanía”, por el espíritu utilitario de los yanquis. El país del norte era el Calibán moderno que ponía en peligro el alma latina, la belleza proveniente de la lengua española, del buen gusto del artista. “A vuestra generación toca impedirlo”, ese era el llamado casi angustioso de alguien que percibía un punto de quiebre en la historia y la cultura de América latina. La expansión del capitalismo exigía una “América regenerada” conducida por un nuevo (o más bien viejo) tipo de intelectual, aquel capaz de imponer las virtudes mezcladas de la razón y el sentimiento.

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